jueves, 12 de febrero de 2015

Mecanismos de Defensa

Una noche más, mi compañero inseparable de los últimos meses, el dolor, agudo y punzante, seco, sin concesiones, ha decidido despertarme, esta vez a las tres de la mañana. Las dos pastillas de morfina que me tomo al acostarme me dan una tregua demasiado corta, pero los médicos insisten en que no puedo superar la dosis que me han mandado porque el riesgo de adicción es muy alto.  No quiero acabar en “Proyecto Hombre”, así que resisto la tentación de tomar más y me levanto a dar una vuelta por la casa como alma en pena a ver si se me pasa. Todavía quedan brasas en la chimenea y al subir la persiana para ver la calle mientras me tomo una infusión descubro fascinada como nieva densamente, sin viento, con serenidad, como si el cosmos me quisiera compensar por el mal rato por el que los latigazos de mi  sistema nervioso, quemado por la quimio y ya  sin protección alguna, me están haciendo pasar.    
Dice Manel que hay en mí un sufrimiento psíquico importante. Las telarañas que siente cada vez que me pone la mano en el hígado o sobre el tumor de la tibia, se vuelven más densas cuando me toca la cabeza.
-Eso sí –apunta mientras se dibuja en su cara  una expresión de orgullo y cierta satisfacción   -tienes  unos “mecanismos de defensa” estupendos y haces muy buen uso de ellos.
He tenido que buscar el término en Wikipedia porque las clases de  3º de BUP  en las que me explicaron el psicoanálisis freudiano quedan un poco lejos, pero viene a ser más o menos lo que recordaba: estrategias psicológicas inconscientes puestas en marcha para hacer frente a la realidad.

“Que grande eres”, “lo estás haciendo de maravilla”, “increíble cómo lo estás llevando, es admirable”, “eres todo un ejemplo para los demás”. A la mente no paran de venirme muchas de las frases que me repite la gente una y otra vez cuando les cuento como estoy. Siempre me da cierta vergüenza al escucharlas , como si no fuera merecedora de ellas y ahora, al recordar las palabras de Manel me doy cuenta de que no es la modestia, ni falsa ni verdadera, la que me lleva a decir que no es verdad, que no estoy haciendo nada extraordinario. Es el pudor que me provoca la certeza absoluta de  que mi actitud  forma  parte de toda una estrategia que me permite no bajar los brazos ante el cáncer, no deprimirme para no dejarle que vaya ganando posiciones.
Así consigo las fuerzas para separarme de ti y de las niñas cinco semanas y perderme en un pueblo del pirineo de Lérida para someterme a un tratamiento homeopático que nos dé más esperanzas que las que nos da el oncólogo.
-Aleida, tienes que tener los pies en el suelo-, me dijo hace mes y medio -tu Cáncer a día de hoy no tiene cura. Lo más que podemos hacer es cronificarlo, alargar el tiempo lo máximo posible.
Le dije que tranquilo, que era perfectamente consciente. Lo que no le dije era que no pensaba quedarme de brazos cruzados y hacer sólo lo que él me decía. Quizás porque estoy segura que cree que no se puede hacer nada más. Pero yo y mi inconsciente, con sus mecanismos de defensa como principales aliados, creemos que sí. Aunque sólo sea una estrategia para no perder la cabeza, para no tirar la toalla, para no derrumbarnos  ni deprimirnos. Para poder seguir sonriendo desde dentro al ver la nieve caer y pensar en que vienen mis niñas a verme en unos días. Para no dejarle al cáncer vía libre. Sí, al Cáncer, no a esa “larga y dura enfermedad”. Nunca me han gustado los eufemismos.

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