Una noche más, mi compañero inseparable de los
últimos meses, el dolor, agudo y punzante, seco, sin concesiones, ha decidido
despertarme, esta vez a las tres de la mañana. Las dos pastillas de morfina que
me tomo al acostarme me dan una tregua demasiado corta, pero los médicos
insisten en que no puedo superar la dosis que me han mandado porque el riesgo
de adicción es muy alto. No quiero
acabar en “Proyecto Hombre”, así que resisto la tentación de tomar más y me
levanto a dar una vuelta por la casa como alma en pena a ver si se me pasa. Todavía
quedan brasas en la chimenea y al subir la persiana para ver la calle mientras
me tomo una infusión descubro fascinada como nieva densamente, sin viento, con
serenidad, como si el cosmos me quisiera compensar por el mal rato por el que los
latigazos de mi sistema nervioso, quemado
por la quimio y ya sin protección alguna,
me están haciendo pasar.
Dice Manel que hay en mí un sufrimiento psíquico
importante. Las telarañas que siente cada vez que me pone la mano en el hígado
o sobre el tumor de la tibia, se vuelven más densas cuando me toca la cabeza.
-Eso sí –apunta mientras se dibuja en su cara una expresión de orgullo y cierta
satisfacción -tienes unos “mecanismos de defensa” estupendos y haces
muy buen uso de ellos.
He tenido que buscar el término en Wikipedia porque
las clases de 3º de BUP en las que me explicaron el psicoanálisis
freudiano quedan un poco lejos, pero viene a ser más o menos lo que recordaba: estrategias psicológicas inconscientes
puestas en marcha para hacer frente a la realidad.
“Que grande eres”, “lo estás haciendo de maravilla”,
“increíble cómo lo estás llevando, es admirable”, “eres todo un ejemplo para
los demás”. A la mente no paran de venirme muchas de las frases que me repite
la gente una y otra vez cuando les cuento como estoy. Siempre me da cierta
vergüenza al escucharlas , como si no fuera merecedora de ellas y ahora, al
recordar las palabras de Manel me doy cuenta de que no es la modestia, ni falsa
ni verdadera, la que me lleva a decir que no es verdad, que no estoy haciendo
nada extraordinario. Es el pudor que me provoca la certeza absoluta de que mi actitud forma parte de toda una estrategia que me permite no
bajar los brazos ante el cáncer, no deprimirme para no dejarle que vaya ganando
posiciones.
Así consigo las fuerzas para separarme de ti y de
las niñas cinco semanas y perderme en un pueblo del pirineo de Lérida para
someterme a un tratamiento homeopático que nos dé más esperanzas que las que
nos da el oncólogo.
-Aleida, tienes que tener los pies en el suelo-, me
dijo hace mes y medio -tu Cáncer a día de hoy no tiene cura. Lo más que podemos
hacer es cronificarlo, alargar el tiempo lo máximo posible.
Le dije que
tranquilo, que era perfectamente consciente. Lo que no le dije era que no
pensaba quedarme de brazos cruzados y hacer sólo lo que él me decía. Quizás porque
estoy segura que cree que no se puede hacer nada más. Pero yo y mi
inconsciente, con sus mecanismos de defensa como principales aliados, creemos que
sí. Aunque sólo sea una estrategia para no perder la cabeza, para no tirar la
toalla, para no derrumbarnos ni
deprimirnos. Para poder seguir sonriendo desde dentro al ver la nieve caer y
pensar en que vienen mis niñas a verme en unos días. Para no dejarle al cáncer
vía libre. Sí, al Cáncer, no a esa “larga y dura enfermedad”. Nunca me han gustado los eufemismos.
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