sábado, 20 de septiembre de 2014

Nada dura para siempre



Muchos años después, mientras se daba la quimio en el Hospital de Día de Móstoles, Aleida recordó aquella mañana de su infancia en que descubrió lo que era la muerte. Su  memoria era caprichosa, unas veces piadosa, borrando durante algún tiempo aquello que la hacía daño. Otras, las más, actuaba a traición, descubriéndole episodios que le hacían sentir aún más la soledad que en ese momento se empeñaba en acompañarla.
Calculaba que tendría 5 o 6 años como mucho. El día anterior su padre, como hacía siempre que traía un animal nuevo a casa, había llamado al timbre a sabiendas de que sería ella la que iría corriendo a abrir la puerta para encontrarle en cuclillas, a su altura, cogiendo al cuadrúpedo en cuestión por las dos patas delanteras para que éste se quedara de pie, apoyado sobre las dos traseras y así ella lo pudiera abrazar mientras daba saltos de alegría. Así lo había hecho con Guilispi, un persa precioso que les marcó para siempre, tanto que a día de hoy todavía había portafotos con su imagen en casa de su madre. También con Blues, un gran danés que a los cuatro meses ya había destrozado media casa, y con Chana, la galgo afgano que siempre se escapaba cuando salía a la calle provocando la desesperación de sus padres. No recordaba si ellos vinieron antes o después de aquel precioso gatito blanco que su padre había llevado esa mañana. Tampoco le venía a la memoria su nombre, algo que le extrañaba mucho porque sí que podía  decir de una tacada cómo se habían llamado todos y cada uno de los animales que había tenido en su infancia.
 Como  era muy pequeño ella decidió que le iba a cuidar en su habitación hasta que creciera un poco. Debajo del escritorio que su madre le había hecho a medida le habilitó  una “casita” sólo para él, con un cartón a modo de  barrera para que no se saliera y un cojincito que le robó a sus muñecas para que apoyara la cabecita. Y por supuesto, cogió los platos de la cocinita que le habían echado los reyes para ponerle un poco de agua y leche. Esa noche casi no pudo dormir de la emoción, levantándose cada dos por tres para cogerle y acariciarle un rato, hasta que su madre volvía a entrar en la habitación una vez más para decirle que apagara la luz y que se durmiera.
Aquella mañana de sábado no iba a ser una más. Lo primero que hizo al despertarse fue ir corriendo a ver cómo estaba el gatito. Lo cogió con mucho cuidado porque no se movía y no quería asustarle. Después de unos segundos lo empezó a mecer suavemente pero el animal no reaccionaba, hasta que se dio cuenta de que la cabecita se le movía para adelante y para atrás según ella empezaba a zarandearle más fuerte para que se despertara, como una muñeca de trapo, sin vida, sin oponer resistencia.
 Lo que más recuerda de aquél momento es el pánico que sintió, una sensación de angustia hasta entonces desconocida, y cómo llamaba a gritos a su padre,  como si él tuviera una varita mágica para revivirlo. Salió desconsolada de la habitación, y se asustó aún más al ver que no había nadie en casa. Aprovechando que la niña aún no se había levantado, su padre había bajado un momento a comprar el pan, algo que curiosamente, no había hecho nunca hasta esa mañana. Cuando subió la encontró en el descansillo del portal, llorando sin consuelo en los brazos de Lourdes, la vecina del  5º C que había salido a ver qué pasaba alertada por los gritos de la pequeña. La cara de su padre al verla así era algo que se le había quedado grabado, como tampoco podía olvidar la forma en que se abrazaba a él, asustada como nunca lo había estado al darse cuenta con apenas  5 o 6 años de que él no la podría proteger para siempre.
Ya siendo una niña, le daba muchas vueltas a todo, un rasgo de su personalidad que se había ido agudizando con los años. Pero aquel día marcaba un antes y un después, porque a partir de entonces supo que estamos de paso, que todo tiene un final. En aquel momento lo que le atormentó fue descubrir que las personas a las que quería algún día se morirían, que ella misma algún día no estaría. Treinta años después, en aquella sala rodeada de extraños que compartían con ella su lucha contra el cáncer,  pensó en la forma tan cruel que tuvo la vida de enseñarle que todo lo bueno se acaba y en cómo le hubiera gustado poder decirle a aquella niña que todo lo malo también.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Fuerzas



Esta noche tenemos una cena en casa de Vanessa  y Raúl, y pasarme las tres o cuatro horas mínimo que estaremos allí con el gorro de lana puesto no es una opción. Así que, fiel a mí misma y a mi manía de dejarlo todo para el último momento, unas horas antes  me voy con Carol a ver pañuelos de oncología. Febrero no tiene piedad  y nos brinda una tarde con un frío que corta, de esos que hace que te duela el pecho sólo con respirar hondo. Aun así,  los chicos nos acompañan y mientras peregrinamos  por el centro de Madrid, aprovechan que Antonio tiene un amigo en Radiolé  para  llevar  a los niños a visitar los estudios de la SER.
   Tras probarme varios modelos me decido por uno marrón que tiene una cinta de raso en el borde, con un estampado de flores. También he comprado uno liso, tipo turbante, para estar en casa y dormir. La señora que me atiende  me insiste en que  los de esa casa son los más cómodos y más calentitos.
-En cuanto te rapes vas a tener frio reina –me dice mientras me lo ajusta para que vea como me queda – aunque estés en casa, lo notarás enseguida. Y además, tú te tienes que ver bien todo el rato, es muy importante que te sientas guapa.
 Es curioso, pero me hace hasta ilusión, como cuando te compras una cazadora nueva, así que el poco pelo que me queda lo escondo dentro de una media transparente y me lo llevo puesto. Cuando bajamos a Gran Vía y  me ves, no dices nada. Sólo sonríes con ternura y me das un beso. Claudia está jugando con Izan y ni se da cuenta. Sara sí, no se le va una:
-Mamá ¿Por qué llevas ese pañuelo?
-¿¿Qué tal estoy?? ¿A que me queda bien?
Al final sonríe y se encoge de hombros. –Bueno, si a ti te gusta…. Estás muy guapa, pareces una morita.
   Cuando llegamos a casa Carol y yo nos las apañamos para quedarnos un rato  solas antes de prepararnos para la cena de esta noche. Yo lo estoy temiendo: el momento que más he querido evitar  desde que empecé la  quimio ya está aquí, sé que de esta noche no puede pasar y las mariposas de mi estómago se empeñan en recordármelo cada segundo.
-Ale, hay que hacerlo ya. Mientras antes lo hagas mejor vas a estar, no puedes seguir así, es una agonía –. Una vez más puede leer lo que me está pasando y me da el último empujón porque sabe que no me atrevo aún a dar el paso.
Al final coge la máquina, una silla, una toalla y me sienta delante del espejo. Yo me dejo hacer, sin decir nada, no puedo, no tengo fuerzas para resistirme más a lo inevitable.
-Venga, vamos allá
Cuando me quita el pañuelo en la coronilla solo se ve algo de pelusa, y por la nuca asoman los restos de lo que hace bien  poco era mi esplendorosa melena. Empieza a rapar  mientras, ahora sí, no paro de hablar en un  fallido intento por contener la emoción y por hacérselo más fácil a ella, a mí misma también.  Yo no he tenido valor, pero para eso está Carol, para darme fuerzas cuando no las tengo, a costa de quedarse ella sin las suyas aunque le tiemble la mano, aunque se le quiebre la voz al decirme que es mejor así, que me va  a crecer más fuerte, aunque se le pongan los ojillos rojos, brillantes y más pequeños como cada vez que está a punto de llorar.  
–Por aquí te has dejado un poco de pelo
–A ver si ahora te vas a poner tiquismiquis!!
        Nos da la risa tonta a las dos.
–No, no. No tengo ninguna queja.
–Más te vale. Ala! Ya estás lista.
–Uff!! Vaya tela!! Que pedazo de orejas que tengo!!
–Nada, te las metes por dentro del pañuelo. Y lo redondita que tienes la cabeza ¿qué?
Antes de que me dé cuenta coge el cepillo y el cogedor y deja el baño limpio de pelos. No soy capaz de decirle nada, quizás porque las palabras son demasiado pequeñas para describir lo que acabamos de vivir juntas, lo que acaba de hacer por mí. Las dos lo sabemos y no hace falta hablar.
–Venga, dúchate y ponte guapa. Nos vemos en casa de estos.
Siento alivio, me he quitado un enorme peso de encima y  me doy cuenta de que estoy contenta. Ya está hecho. Mientras la veo salir por la puerta, sé que no me va a decepcionar nunca, que siempre estará ahí pase lo que pase y esa certeza tan absoluta de repente me hace sentir fuerte, muy fuerte: éste cáncer no va a poder conmigo. No le pienso dejar, por ti, por nuestras hijas, por mis padres, por ella, por todos los que me quieren, porque precisamente porque les tengo a mi lado la vida es demasiado bonita como para rendirse y no seguir luchando con todas tus fuerzas.




lunes, 1 de septiembre de 2014

No es lo de menos

No lo puedo remediar, me estoy tocando el pelo todo el día y me voy quedando con puñados en las manos que luego tiro a la basura como quien se deshace de parte de sí misma.
Sara se queda alucinada cuando me ve desprenderme de un mechón enorme y con la inocencia  y la espontaneidad que sólo se tiene a los diez años pregunta sin cortarse:
-¡Haaaala!!! ¿¿Mamá ,por qué se te cae tanto el pelo?
- Porque me están dando una medicina muy fuerte cariño, para curarme, y  me sienta mal, tiene muchos efectos secundarios
- ¿Acaso tienes cáncer? –me dice abriendo mucho los ojos y sonriendo, como sorprendida de la deducción que ha hecho ella solita y sabiendo que yo me voy a quedar alucinada de lo mucho que sabe. – Porque los de mi clase dicen que Caillou tiene cáncer de mama , que por eso no tiene pelo.  
Paralizada  y sin poder reaccionar  salgo del paso como puedo:
-  Venga, termínate el cola cao y vete a jugar con tu hermana – le contesto sin poder mirarla a la cara. No lo hago  porque se va dar cuenta del miedo que hay en mis ojos . Aún no estoy preparada para esa conversación.
Sé que se lo tengo que explicar, ya tiene edad para saberlo. Y además, las dos saben que algo pasa. No es normal que mamá se pase la mitad de la semana sin poder hacer nada, encerrada en la habitación. Ni tampoco que venga su abuela casi todos los días a bañarlas y a darles la cena porque yo no tengo fuerzas.
 Hace meses que les digo que estoy malita, porque lo ven, ven mis gestos de dolor, y preguntan  preocupadas: “¿Mamá estás bien?”,” ¿Mamá qué te pasa?”. Les digo que estoy malita del riñón, y  hasta ahora parece que eso bastaba. Claudia me pregunta todos los días que cuándo me voy a curar. La tranquilizo diciéndole  que pronto, que los médicos me van a poner buena y su cerebrito parece procesar lo que escucha con gran alivio, porque automáticamente  sonríe y me abraza fuerte. Hasta que me vuelve a ver mal y me hace la misma pregunta, quizás porque necesita volver a oír la misma respuesta para asegurarse de que todo va bien, de que nada  va a alterar  su mundo.
Pero es cuestión de días que me vean sin pelo y ya no lo puedo retrasar más. Después de la sesión del miércoles la coronilla ya no me ha aguantado y está medio calva. Con un gorro de lana estoy hasta mona,  mi pelo largo asoma por debajo, pero arriba ya casi no queda nada y la estampa cuando me miro delante del espejo es penosa. Ayer decidí encargar la peluca, pero aún tardarán unos días en traerla, así que a ver cómo me las apaño hasta entonces porque no voy a estar todo el día y en todas partes con el gorro.
    Todo el mundo me repite lo mismo cuando me preguntan cómo lo llevo como si la gente se hubiera estudiado un manual de Frases de consuelo para enfermos con cáncer, Pienso: ¿Cómo quieres que lo lleve? Pues mira fatal, esto es una mierda, me quedo hecha una pena después de cada sesión y cuando empiezo a levantar cabeza me enchufan otra vez; no puedo más, sólo quiero que me dejen en paz.  Digo: “Bueno…. regular, supongo que es lo que toca, lo que más me está costando es ver cómo me voy quedando sin pelo”. Entonces llega, la frase-cliché dichosa que más escucho en los últimos días. “Bueno, lo del pelo es lo de menos, por eso no te preocupes, que luego vuelve a salir con más fuerza”. Claro, que nadie de los que me lo dice ha tenido que verse en esa situación.
     El caso es que les entiendo, es muy difícil saber qué decir a alguien que está enfermo, al que la quimio está dejando calvo y que está enfrentándose a la sombra cercana de una muerte prematura, no solo posible, sino probable. Pero por favor ¡¡¿Cómo va a ser lo de menos?!! Soy yo, es mi identidad, es parte de mí, mi pelo, mis pestañas, mis cejas…. Mirarme en el espejo y no reconocerme no es lo de menos. No saber cómo le vas a explicar a tus hijas que su madre está calva no es lo de menos.  No querer salir a la calle porque te ves fea no es lo de menos. No poder hacer el amor porque te da vergüenza que tu  pareja te vea así no es lo de menos. No poder dormir porque tienes miedo a encontrarte la almohada como el suelo de una peluquería no es lo de menos. No querer ducharte porque los mechones que se te caen a puñados se te van a enredar en los pies y se va a atascar el desagüe  no es lo de menos. Pensar que lo más probable es que nunca lo recuperes, que nunca vuelvas a estar guapa ni sexy no es lo de menos. Pensar que el día de tu muerte, en el tanatorio, todos te verán con el pañuelo en el ataúd y que vas a tener que decir que no quieres que te recuerden así, que prefieres que lo cierren y que pongan una foto tuya  grande en la que sales sonriendo, con tu melena, esa que te hicieron el año pasado en la escapada a  Aranda de Duero,  no es lo de menos. No poder decírselo a nadie de los que quieres para desahogarte porque les harías daño no es lo de menos.

Pero porque hay que ser fuerte, porque la actitud  hace mucho, es muy importante, porque hay que ser positiva, por todo eso, sonrío y contesto: “ya, eso dicen, que luego te sale más cantidad, y que te puede cambiar de rizado a liso, así que mira, aprovecho y voy cambiando de look, todo sea que no acabe con un afro como el de los Jackson Five”. La cara de alivio de mi interlocutor, agradecido porque mi comentario le haya quitado dramatismo al asunto, me sirve para convencerme, al menos por un  rato de que la cosa no es tan grave y de que toda esta pesadilla pasará.