miércoles, 28 de enero de 2015

Desconectada

“No te puedes morir ahora, me harías una gran putada”.
Conmovida por la confesión que Manel me hace medio en broma medio en serio, me río, sorprendida al descubrir cómo la admiración entre mi terapeuta y yo es mutua. No sé exactamente cuándo ha sucedido, pero en algún momento hemos dejado de ser psicoanalista y paciente para pasar a ser amigos.
“No me digas… ¿Y eso? No sabía yo que te importara tanto”.
“No hombre no, eso no me lo puedes hacer. Ya perdí a la paciente aquella que te comenté después de tratarla tres años. Eso fue un golpe durísimo, me costó mucho recuperarme; acuérdate que te dije que estuve dos años sin tratar a nadie”.
Paula tenía 10 años cuando le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Los oncólogos, dado lo extendido que estaba y la edad de la niña no le dieron ninguna esperanza a la madre. A los diez años el pulmón está en pleno crecimiento, le dijeron, sólo podían darle cuidados paliativos. Por supuesto, la madre no se rindió y recurrió a todo tipo de tratamientos alternativos a la quimioterapia hasta que tres años después los pulmones de su hija estaban limpios de todo tumor maligno. El cosmos, el Karma, la mala suerte, el mal de ojo, o vete tú a saber qué, quisieron que un año después la criatura cogiera una neumonía que no pudo superar.
“Bueno, tranquilo…. Si me muero vendré a verte. Sólo espero que no te dé por salir corriendo”. Hemos hablado lo suficiente para saber que los dos creemos que después de la muerte algunas almas se quedan una temporada por aquí, visibles a los ojos de los que cuentan con sentidos lo suficientemente desarrollados como para captar su presencia.
“No saldré corriendo, me pondré muy contento y te prepararé unas gambas”.
“Pero no podré comérmelas porque estaré muerta”.
“Sí porque serán unas gambas mágicas…. Además ya podrás chupar las cabezas sin preocuparte de si te estás comiendo todo el mercurio ni de si se te va acidificar más la sangre”.
Tras las risas le vuelvo a insistir en que creo que mi mayor enemigo no es el cáncer, sino yo misma. Algo que llevo tiempo sospechando y que, después de varias sesiones él mismo me confirma.
“Aleida, al Cáncer le tienes que tocar mucho los cojones. Si no paras de tocarle los cojones, como estás haciendo ahora, se acabará arrugando como una pasa y te dejará en paz. En el momento en que bajes la guardia, en que bajes los brazos, te deprimas y empieces a pasar de todo te va a comer”.
Le digo que lo sé, que estoy haciendo todo lo humanamente posible para parar la metástasis: quimio, hipertermia, macrobiótica, micoterapia, oligoterapia, hidroterapia, inmunoterapia. Pero también le digo que todo eso no sirve de nada si en el fondo no me lo creo, si no me quiero curar. Porque lo digo, lo escribo, lo vuelvo a decir una y otra vez: “me quiero curar”, pero siempre tengo la sensación de que lo hago con la boca pequeña, sin sentirlo de verdad.
Mientras me escucha sonríe y afirma en silencio con la cabeza, como quien está oyendo una historia que ya se sabe y por cortesía no le cuenta el final a su interlocutor. Mis sospechas de que Manel es uno de ellos, de los que sabe leer el alma de la gente con solo mirarla, que capta las energías y lo que hay dentro de cada uno con una clarividencia que asusta se confirman:
“¿Sabes lo que ví en cuanto entraste por la puerta? Dije, `Hostia tú… Esta tía está totalmente desconectada de todo y de todos, como si anduviera sola por el mundo, como si sintiera que no tiene nadie aquí´. Me sorprendió cuando me dijiste que tienes dos niñas, porque percibí una sensación de soledad brutal.”

“Es que es así como me siento. Y no lo entiendo porque tengo a tanta gente a mi alrededor que me quiere y que me lo demuestra constantemente que es de locos. A veces pienso que todo es más fácil si me voy. Es como si me diera pereza seguir viviendo. Ya no tendría dolor, ni miedo, ni sentiría esa soledad que no me deja en paz".
“Claro coño. Es que la vida son problemas y los problemas dan pereza. Si estuvieras muerta no tendrías problemas con tu pareja, ni con tu madre, ni con tus niñas”.
“Ni tendría que preocuparme de qué hacer con el resto de mi vida”. Le interrumpo. ¿Te puedes creer que hace unos meses cuando se estaba acabando el verano, cuando ya pensaba que el cáncer se había terminado y se me había pasado la euforia… tuve la sensación de que lo echaba de menos?"
 Manel me mira con ojos sabios, de los que te dicen que entienden perfectamente lo que le estoy contando.
Aun así se lo aclaro, o más bien me lo aclaro a mí misma mientras se lo cuento a él. “Al cáncer quiero decir, era como si mientras estaba enferma mi propósito en la vida fuera luchar contra él y en ese momento, como parecía que lo había logrado, me sentía vacía, como si nada de lo que hiciera me llenase plenamente. Vamos, que estoy loca de atar”, concluyo.
“Lo que estás es cansada y deprimida”, me corrige. “Muchos de los pacientes que han pasado por aquí, cuando se han curado han cambiado de vida radicalmente. Necesitas averiguar cuál es tu propósito, por qué estás tú aquí”.
Visto así tiene cierto sentido. ¿Cuántas personas seguirían con su vida tal cual si les dicen que les queda poco tiempo de vida? Todos nos lo hemos planteado alguna vez, y al final todas las respuestas se van hacia aquello que siempre hemos querido hacer y nunca hemos hecho. Casi siempre hacia un camino muy distinto del que estamos recorriendo en ese momento.
Mi amigo Jose tuvo un paciente de 38 años que lo dejó todo cuando le dijeron que apenas viviría unos meses más. Dejó su estresante vida de pez gordo en una multinacional y se dedicó a viajar, a recorrerse el mundo. A la vuelta estaba milagrosamente recuperado y volvió a su vida de antes. Murió en apenas un año.
Salgo de la consulta dándole vueltas. Me queda mucho trabajo por delante y poco tiempo si no consigo pronto sentir que de verdad quiero curarme. Eso es lo más difícil de todo, pero creo que poco a poco voy haciendo progresos. Supongo que escribir todos los días, aunque sea un poquito, es un buen síntoma.

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