Entre mis pensamientos y el silencio que hay en el
coche no me he dado cuenta de que ya hemos llegado a la estación de Tarragona.
Aún falta media hora para que salga el tren, así que aprovechamos para hacernos
el enésimo selfie del fin de semana. Hace
apenas dos días mis peques hacían el camino a la inversa, emocionadas porque
nos íbamos a ver después de llevar dos semanas separadas. Por eso y porque
viajaban en AVE por primera vez claro.
-Mamá, mamá!!! – Claudia estaba eufórica el día
antes de venir cuando las llamé.
–¿Sabes qué?? ¡Vamos a montarnos en el tren
más rápido del munnnnndo!
-Halaaaa...., ¡¡¡Quéeeee morro tenéis!! Yo quieroooo
¿¿De verdad que es el más rápido??
-Síiiii y encima
dice papá que ¡¡¡van a poner
una peli!! Y que ¡¡hay un bar dentro!!
Abrazos,
besos, “te quieros”, “jo mamas”, hacerlas ir de la risa al bochorno
mientras bailo la última de Katy Perry,
darles algún capricho, ver cómo se dan cuenta de que esta vez no quiero ser el
poli malo y se aprovechan para pedirme más, dárselo, peinarlas, ver cómo se
enfadan, Sara porque dice que es muy mayor y se quiere peinar ella, Claudia
porque le doy tirones, olerlas, dormir con mi peque aunque no consiga pegar ojo
por las patadas que me da, verlas aparecer en la cocina despeinadas y restregándose
los ojos por las mañanas, prepararles el desayuno, ver como resoplan y ponen
los ojos en blanco cuando les mando lavarse los dientes, volver a decirle
veinte veces a Claudia que no ande descalza para que al final no me haga caso y
le tenga que poner yo las zapatillas, limpiarle la cara porque es incapaz de
comerse el donuts de chocolate sin ponerse perdida, escucharlas refunfuñar que
no hace tanto frío mientras les pongo bufanda y gorro, ir a Zara a comprarle el
regalo a su padre y ver cómo Sara protesta por aburrirse como una ostra,
mandarla a buscar a su hermana que, como siempre, se ha ido a la sección de
mujer a probarse los zapatos con más tacón que encuentre, aunque sean diez
números mayor que el suyo, escuchar decir
a Sara una vez más “Esta niña es
una pesada”, sonreír por dentro mientras veo que Claudia se defiende muy bien
sola, “no, yo no, tú eres la pesada”,
ponerme muy seria por fuera mientras digo “Vale ya chicas, se acabó, no
quiero oír ni mu”, volver a ser madre, volver a ser yo, todo ello, ellas, me
han hecho olvidarme de que estoy enferma, de que me he tenido que ir cinco
semanas de casa para intentar curarme, o al menos, para intentar ganar algo de
tiempo.
Los minutos van pasando y ya tienen que bajar al
andén. Es el momento más duro, porque no quiero que se vayan, porque no se
quieren ir, porque aún faltan tres semanas para volver a casa y porque no puedo
llorar, no delante de ellas, las tengo que consolar y decir alguna payasada
para que se rían. Nos abrazamos, mucho, muy fuerte y durante todo el tiempo que
podemos, las beso, mil veces, en los ojos, en la frente, en las mejillas, con
beso chino como le gusta a Claudia, hasta que al final las suelto con todo mi
dolor, siendo egoísta, porque sé que estoy mucho mejor con ellas, aunque me
enfade mil veces al día, porque si me faltan estoy desubicada, incompleta, porque
hasta dentro de quince días no vuelven otra vez y me esperan por delante muchas
noches de un dolor profundo, de ese que no puede aliviar la morfina.
Me voy al balcón para poder verlas en el andén
mientras llega el tren. Y lo que siento al llegar allí es desgarrador. Las dos
me tiran muchos besos y las dos lloran, Claudia
como la niña de seis años que es,
triste porque quiere que mamá vuelva a casa con ella; Sara lo hace con sus ojos
aún de niña, pero con la tristeza y el desconsuelo de un adulto. Estamos lejos
y como no pueden ver mis lágrimas me pongo a hacer muecas con las manos y a
sacarles la lengua para hacerlas reír un poco. Lo consigo, aunque solo sea el minuto que tarda el tren en aparecer en la
vía, hasta que por fin suben a su vagón, después de tirarme más besos y de
llevarse los puños al pecho izquierdo como cada vez que nos decimos sin palabras
que nos queremos.
De mis entrañas sale un quejido sordo, ahogado,
gutural, porque se van, pero porque lo que estoy contemplando es una visión
cruel de lo que ocurrirá si no logro vencer: yo, desde arriba, atrapada en un
lugar en el que no quiero estar y del que no puedo escapar, mis hijas
desconsoladas, cogiendo un tren para vivir su vida sin mí, acompañadas
por su abuela porque yo ya no puedo ir con ellas.
–Eso no va a
pasar cariño –me dice mi padre un rato más tarde, cuando en el coche le
confieso lo que sentía que estaba viendo.
–Ya lo sé papa –le intento tranquilizar y
convencerme a mí misma. Pero la verdad es que no lo sé. Así que tendré que
hacer todo lo posible para que la visión se quede sólo en una versión de la
visita del fantasma de las navidades futuras en Cuento de Navidad. A lo mejor sólo ha sido un aviso de lo que puede pasar si bajo los
brazos y me deprimo.
Cuando llego a la consulta de Manel no hace falta
que le cuente nada.
–¡Madre mía criatura! –exclama al verme –¡cómo vienes
hoy! Anda, túmbate…a ver si podemos hacer algo.
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