Muchos años
después, mientras se daba la quimio en el Hospital de Día de Móstoles, Aleida recordó
aquella mañana de su infancia en que descubrió lo que era la muerte. Su memoria era caprichosa, unas veces piadosa,
borrando durante algún tiempo aquello que la hacía daño. Otras, las más, actuaba
a traición, descubriéndole episodios que le hacían sentir aún más la soledad
que en ese momento se empeñaba en acompañarla.
Calculaba que
tendría 5 o 6 años como mucho. El día anterior su padre, como hacía siempre que
traía un animal nuevo a casa, había llamado al timbre a sabiendas de que sería
ella la que iría corriendo a abrir la puerta para encontrarle en cuclillas, a
su altura, cogiendo al cuadrúpedo en cuestión por las dos patas delanteras para
que éste se quedara de pie, apoyado sobre las dos traseras y así ella lo
pudiera abrazar mientras daba saltos de alegría. Así lo había hecho con Guilispi, un persa precioso que les
marcó para siempre, tanto que a día de hoy todavía había portafotos con su
imagen en casa de su madre. También con Blues,
un gran danés que a los cuatro meses ya había destrozado media casa, y con Chana, la galgo afgano que siempre se
escapaba cuando salía a la calle provocando la desesperación de sus padres. No
recordaba si ellos vinieron antes o después de aquel precioso gatito blanco que
su padre había llevado esa mañana. Tampoco le venía a la memoria su nombre,
algo que le extrañaba mucho porque sí que podía decir de una tacada cómo se habían llamado todos
y cada uno de los animales que había tenido en su infancia.
Como era muy pequeño ella decidió que le iba a
cuidar en su habitación hasta que creciera un poco. Debajo del escritorio que
su madre le había hecho a medida le habilitó
una “casita” sólo para él, con un cartón a modo de barrera para que no se saliera y un cojincito
que le robó a sus muñecas para que apoyara la cabecita. Y por supuesto, cogió
los platos de la cocinita que le habían echado los reyes para ponerle un poco
de agua y leche. Esa noche casi no pudo dormir de la emoción, levantándose cada
dos por tres para cogerle y acariciarle un rato, hasta que su madre volvía a
entrar en la habitación una vez más para decirle que apagara la luz y que se
durmiera.
Aquella mañana
de sábado no iba a ser una más. Lo primero que hizo al despertarse fue ir corriendo
a ver cómo estaba el gatito. Lo cogió con mucho cuidado porque no se movía y no
quería asustarle. Después de unos segundos lo empezó a mecer suavemente pero el
animal no reaccionaba, hasta que se dio cuenta de que la cabecita se le movía
para adelante y para atrás según ella empezaba a zarandearle más fuerte para
que se despertara, como una muñeca de trapo, sin vida, sin oponer resistencia.
Lo que más recuerda de aquél momento es el
pánico que sintió, una sensación de angustia hasta entonces desconocida, y cómo
llamaba a gritos a su padre, como si él
tuviera una varita mágica para revivirlo. Salió desconsolada de la habitación,
y se asustó aún más al ver que no había nadie en casa. Aprovechando que la niña
aún no se había levantado, su padre había bajado un momento a comprar el pan,
algo que curiosamente, no había hecho nunca hasta esa mañana. Cuando subió la
encontró en el descansillo del portal, llorando sin consuelo en los brazos de
Lourdes, la vecina del 5º C que había
salido a ver qué pasaba alertada por los gritos de la pequeña. La cara de su
padre al verla así era algo que se le había quedado grabado, como tampoco podía
olvidar la forma en que se abrazaba a él, asustada como nunca lo había estado
al darse cuenta con apenas 5 o 6 años de
que él no la podría proteger para siempre.
Ya siendo una niña,
le daba muchas vueltas a todo, un rasgo de su personalidad que se había ido agudizando
con los años. Pero aquel día marcaba un antes y un después, porque a partir de
entonces supo que estamos de paso, que todo tiene un final. En aquel momento lo
que le atormentó fue descubrir que las personas a las que quería algún día se
morirían, que ella misma algún día no estaría. Treinta años después, en aquella
sala rodeada de extraños que compartían con ella su lucha contra el cáncer, pensó en la forma tan cruel que tuvo la vida de
enseñarle que todo lo bueno se acaba y en cómo le hubiera gustado poder decirle
a aquella niña que todo lo malo también.
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